29. El camino del gallo: Naucalpan


El gallo está resentido, dijo el anciano; estábamos sentados en una calle polvorienta a las afueras de Naucalpan, en las faldas de Sierra Alta, entre cerros y barrancos. Enfocó la mirada en el camino de tierra y grava frente a él como si transmitiera la esencia de la experiencia de toda una vida con esa frase. El gallo no perdona.
La caminata entera por la periferia de la ciudad estuvo salpicada de referencias a las peleas de gallos. A veces en los prados veía las jaulas donde guardaban y criaban a los gallos, las cubrían con acero galvanizado para mantenerlos en la sombra. Solían almacenarlas en zonas remotas de la periferia. En las colonias, algunas tiendas de herramientas o adaptadores de celular de segunda mano tenían jaulas de malla altas y dentro, un gallo de pelea delgado y correoso.
El hombre sentado a mi lado en la banqueta polvorienta era criador de gallos. Sus gallos no se veían en la parte trasera de la casa y prefería no mostrármelos. Aunque sí hablamos del mundo de las peleas de gallos. Me contó que los mejores especímenes para pelea provenían de la granja de la viuda Wilson, en California. Se llegaban a apostar millones de pesos en las peleas; los gallos podían costar cientos de miles. El proceso de selección de los polluelos era despiadado. Una gallina podía poner muchos huevos de los que salían polluelos. Sin embargo, los menos aptos se destruían, miles; sólo a los más sanos les permitían madurar para convertirse en gallos de pelea. Las distintas especies tienen nombres raros como Kelso, Roundhead y Johnny Jumper, pero los propios gallos, no. ¿Qué caso tiene nombrar a un animal criado para morir?
Me contó que las apuestas eran enormes. A veces sobornaban a los entrenadores para que limitaran a sus gallos y regalaran la pelea. Una técnica consistía en colgar al gallo de cabeza cerca de una llave goteando la noche anterior a la pelea. No dormiría, llegaría débil a la pelea y moriría. Pero el gallo no perdona. Si el entrenador recurría a esto una vez, sus gallos dejarían de pelear para él. Estaría maldito y sus gallos siempre perderían. Como si existiera un Gallo supremo, el dios de los gallos de pelea, que vengara a los suyos. Y como todas las personas de espíritu frágil que deben aceptar su destino y sufrimiento sin quejarse ni rectificar su camino, el dios de los gallos no perdona.
Hacía un par de semanas había visto mi primera pelea. Uno imagina una pelea de gallos clandestina —las apuestas, los hombres con sombreros, los gallos con las cuchillas de metal atadas a las espuelas— como un evento nocturno animado por el tequila y las apuestas. Sin embargo, la que presencié se asemejaba más a un convivio de barrio. Era tarde por la mañana de un domingo y caminaba en los cerros de Los Reyes con mi esposa que me había acompañado ese día.
Primero vi a un hombre joven, moreno, de pelo largo y semblante hostil cruzar la carretera de Texcoco. Despareció en los senderos inferiores. Subimos hasta internarnos en la boca de una zanja y vi a un adolescente trepado en la cima de un árbol grande silbando. Esta imagen tan curiosa me tomó por sorpresa y me acerqué al árbol para tomar una foto. Como el chico estaba en el árbol, poco pudo hacer para evitarlo. Más tarde cuando nos acercamos al lugar de la pelea, me di cuenta de que el adolescente era un vigía.


La pelea se llevaba a cabo en un camino de terracería dentro de la zanja de un barranco con nombre muy apropiado: Barranca del Muerto. Casas informales ocupaban las pendientes. Se trataba de un grupo de unas veinte personas, entre ellas mujeres y niños, tenían una hielera con cerveza y refrescos y reinaba una atmósfera de picnic dominical. Pregunté si podía quedarme y tomar fotos. No había ningún problema.
El hombre de aspecto hostil que había visto antes llegó con un gallo dentro de una jaula y una caja pequeña. Otro hombre también llevaba una jaula. Abrieron una caja y los hombres protestaron por sus contenidos. Entendí que la caja contenía las cuchillas que atarían a las patas de los gallos. Los hombres guardaron la distancia. Soplaron en los picos de sus gallos. Después los soltaron y se produjo una ráfaga de plumas. Luego de cerca de dos minutos de atacarse aleteando, uno de ellos cayó muerto.
El hombre de aspecto hostil y pelo largo cargó al ave victoriosa. Empezó a circular dinero. El ave muerta yacía en el polvo. Tras un par de trámites rápidos, el concurso terminó y el evento social continuó. Agradecimos a nuestros anfitriones y seguimos por el barranco hacia el Cerro del Pino, en Ixtapaluca. Más tarde le pregunté al hombre de Naucalpan si sucedía que los gallos no querían pelear. Contestó que no. Los gallos de pelea saben para qué sirven y nunca se echan para atrás. Todos los animales, sin importar su tamaño, parecen conocer su destino.