9. Comunidades

Es difícil definir el concepto de comunidad. En general, requiere distintos tipos de relaciones para ser más que un grupo de personas reunidas por algún interés común. Una de estas características es sin duda las relaciones familiares. La amistad y los intereses prácticos compartidos también contribuyen al sentido de comunidad. Las periferias, construidas por sus propios habitantes, albergan comunidades muy sólidas.

Comunidades originarias

Al contemplar la vasta extensión de la ciudad de México moderna es sencillo olvidar que algunas de las familias que viven en el Valle siempre han vivido aquí. Los jueces que buscan resolver disputas entre los pueblos de Xochimilco y Milpa Alta aún consultan documentos de los primeros años de la época colonial. Un aspecto de las comunidades tradicionales es precisamente que tienen un apego fuerte a la tierra porque es parte de un sentido de comunidad, algo que recibieron de sus padres y transmitirán a sus hijos.

Es frecuente que las comunidades tradicionales del Valle de México también tengan regímenes de propiedad comunales que se remontan a la concesión de la corona española, según la cual toda una comunidad decide el uso de una propiedad. Por ello no hay hoteles (considerados sitios de vicio) ni tiendas departamentales o centros comerciales en Milpa Alta; la comunidad los ha rechazado amparados por las leyes de propiedad comunal.

Otro caso en que la acción comunal frustró el desarrolló en una zona natural es el de San Andrés, Cuajimalpa. Los propietarios comunales disolvieron su comunidad para evitar que una directiva comunitaria corrupta realizara un proyecto de desarrollo en la zona forestal de La Venta. Cada que las comunidades actúan en conjunto, se refuerzan sus lazos y su capacidad de enfrentar al mundo exterior. Esta práctica de acción comunal se refleja en muchos fenómenos, desde los linchamientos a la tradición milpaltense en la que la comunidad le regala a los recién casados artículos de primera necesidad para el hogar, como una lavadora, sillones, sillas y mesas.

Los lazos dentro de las comunidades originarias son muy sólidos e incluso cuando la ciudad los absorbe, persisten, se mantienen gracias a las festividades religiosas, los vínculos familiares e intereses compartidos. Por ejemplo, las comunidades de Iztapalapa aún celebran sus fiestas en zonas urbanizadas desde hace tiempo, con lo cual mantienen un sentido identitario mediante su historia, en medio de centros comerciales y unidades de interés social.

Una comunidad corrompida: La Presa, Ecatepec

El extrarradio de la ciudad está poblado por distintas clases de vecindarios y formas de territorialidad. No obstante, ciertas comunidades pueden sufrir problemas de inseguridad y crimen severos. Esta inseguridad tiene poco que ver con la apariencia física de la zona. Las comunidades de la periferia a cuya criminalidad le deben su mala reputación comparten algunos rasgos.

Una de ellas es que son colonias con pocas rutas de acceso. El hecho de que la entrada a una colonia se pueda controlar con tanta facilidad y que la presencia de la policía se detecte mucho antes de que entren al vecindario se presta para el desarrollo de una cultura criminal. La ubicación estratégica cerca de la entrada de una autopista a la ciudad también ocasiona que una colonia sea más atractiva para la actividad criminal organizada. Una tercera característica es que el barrio se localice en una frontera jurídica, lo cual dificulta aún más que la policía persiga a los criminales si cambian de jurisdicción.

Para la cultura criminal local —como para cualquier otra— desarrollarse toma varias generaciones. Los barrios inseguros en particular parecen ser un poco más antiguos que el resto. Pasado el optimismo de la colonización, si la cultura y economía de la zona se estancan, es más fácil que el crimen se arraigue.

No es coincidencia que muchos de los barrios más inseguros de la zona metropolitana de la ciudad de México estén a lo largo de la carretera a Puebla y cumplan con muchas de estas características. Sin embargo, a medida que los causantes de la inseguridad envejecen y tienen hijos, sus prioridades cambian. Algunas colonias conservan sus malas reputaciones mucho tiempo después de que se erradiquen los hábitos de violencia y crimen. Incluso algunos miembros de la comunidad pueden fomentar estas reputaciones a manera de protección.

Migrantes indígenas: Valle de Chalco

Los vínculos entre los migrantes indígenas de la ciudad rara vez son visibles. Una de las mayores excepciones son los purépechas michoacanos que venden muebles rústicos en la periferia. Su método general de trabajo parece ser llevar piezas de madera desde Michoacán y montar y terminar los muebles en los puestos a pie de carretera en donde también viven las familias purépechas. El estilo característico de estos muebles es omnipresente en el extrarradio e incluso los artesanos que no son purépechas lo copian: los respaldos de las sillas están tallados y forman una rejilla de cuadrados entretejidos.

Los migrantes indígenas de la ciudad de México casi siempre provienen de zonas rurales, lo cual con frecuencia implica que poseen alguna propiedad en su pueblo de origen. Esto garantiza una relación cercana entre los migrantes y su lugar de origen. Muchos de estos pueblos también tienen gobiernos tradicionales complejos que requieren la presencia en reuniones y responsabilidades compartidas. No asistir a dichas juntas implica perder la voz en el proceso de toma de decisiones y el estatus en las comunidades de origen. De modo que los indígenas viven en dos lugares y en dos jerarquías sociales al mismo tiempo.

Según el censo de habitantes indígenas de 2005, los residentes de la ciudad de México son náhuatl (100,000), otomíes (45,000), mixtecos (45,000) y zapotecos (32,000) de Oaxaca. Sin embargo, se sabe que esta cifra no refleja la realidad porque los indígenas se niegan a revelar su etnia. Los indígenas de la ciudad de México también se inclinan a distintas profesiones. A los triquis de Oaxaca se les conoce por entrar a la fuerza policiaca, los mazahuas se dedican al comercio. La historia de adaptación de los migrantes indígenas de los pueblos rurales de todo el país es la historia de la urbanización de México. En este sentido, es la de los procesos que respaldan la cultura mestiza mexicana.

Asentamientos informales

El asentamiento informal es un proceso agotador que un grupo de personas lleva a cabo. Esto crea lazos sólidos entre los vecinos. Constituir un asentamiento informal requiere muchas manifestaciones, reuniones y la construcción conjunta de obras públicas.

Las ventajas son evidentes cuando por fin se consolida una colonia, a diferencia de los procesos de asentamiento más estándares en los que llega gente de distintas partes a colonizar un vecindario prácticamente terminado y por tanto, conocen menos a sus vecinos. En un lugar en donde los vecinos se conocen y se preocupan el uno por el otro, la inseguridad deja de ser un problema. Los colonos se organizan para construir servicios pequeños como un puente para cruzar un riachuelo o juegos para los niños. Como dice el dicho, las penas compartidas saben a menos, y aunque el proceso de colonización informal puede ser difícil —las casas incompletas ofrecen poca protección y por la falta de servicios y comodidades básicos— esta historia compartida crea un sentido de comunidad, organización e identidad.

Aunque durante el proceso de colonización los barrios informales pueden ser lugares horribles para vivir, cuando se han terminado y regularizado —un proceso que puede llevarse hasta treinta años— pueden albergar comunidades más resistentes y sanas que las colonias formales. Al igual que la casa construida por el colono es un legado para sus hijos, el barrio es otro legado. Según cifras gubernamentales, cerca de 60 por ciento de toda la ciudad alguna vez fue un asentamiento irregular.

Suburbios de élite

Los suburbios de élite de Huixquilucan, Santa Fe y Condado de Sayavedra no parecen generar un sentido de comunidad. Hay pocos espacios públicos, parques o áreas de juegos infantiles. Los centros comerciales o los eventos fuera o dentro de las colonias, como montar a caballo o jugar golf, constituyen esta parte de la vida social. Es probable que la gente se reúna en la iglesia el domingo, pero los vecinos no se ven con frecuencia pues los separan muros y jardines amplios.

En vez de sentido de comunidad, hay sentido de clase. Este divide a los mexicanos entre ellos y nosotros y crea la necesidad de distinguir entre ambos. Indicadores relevantes de clase son las escuelas a las que se ha asistido, las marcas de las prendas que se visten, los sitios de vacaciones que se visitan y el automóvil que se maneja.

La pertenencia a esta clase implica que se comparten ciertas reglas y valores de manera implícita, lo cual constituye la base de la confianza. La combinación de confianza y riqueza es capaz de abrir puertas y ofrecer diversas oportunidades. Por ello a veces las personas están dispuestas a hacer inversiones cuantiosas para comprar la parafernalia necesaria para mezclarse con esta élite. La membresía a un club de golf o campestre es una inversión barata comparada con los tratos que se pueden cerrar en esos lugares. Es el mismo caso de los relojes, las prendas y otros indicadores de riqueza. Para un escalador social ambicioso, esta inversión inicial puede suponer endeudarse, aunque gastar sin reparo puede ser una prueba aun más concluyente.

Quizá tener una posición cómoda produzca un efecto inefable que otros individuos acomodados reconozcan. Alguna vez se escuchó decir a un mexicano adinerado que podía oler si alguien era rico o no. Una serie de señales subconscientes conforman la condición necesaria para la cohesión de las comunidades de élite en México.