Caminar con un hombro incapacitado altera el equilibrio. En mi ruta al sur, hacia el centro de la ciudad, había subido y bajado por las cuestas, escalones, caminos de terracería y grava de la Sierra de Guadalupe. El hombro me dolía pero la pierna izquierda me empezó a molestar, era como si alguien me estuviera encajando alfileres. Comencé a cojear. Después me empezó a doler la espalda, de nuevo un pinchazo agudo en la zona lumbar. Imaginé a la sacerdotisa de la Santa Muerte insertando alfileres a un muñeco de vudú dispuesto sobre una mesa.
Esta situación me impedía defenderme. Se me dificultaba tomar fotos. En general me sentía demasiado expuesto y vulnerable. Esperaba que las heridas sanaran pronto para continuar con normalidad. No sería así.
Un hombre en una tienda me advirtió que la colonia La Presa, en la frontera de la ciudad, era particularmente peligrosa. Al caer la noche le pregunté a un grupo de gente que esperaba un microbús cómo llegar al hotel más cercano. Me recomendaron tomar un microbús pues era muy peligroso caminar por esa zona. Les dije que tenía que caminar —me estaba cansando de explicar el proyecto— y negaron con la cabeza.
Una escalinata de por lo menos cuatro cuadras de longitud descendía de las alturas del cerro hasta la autopista México-Pachuca. Comencé a bajar en la oscuridad, alerta y temeroso, sin poder correr ni mover el brazo derecho, era como un acto de fe. La escalinata empinada pasaba a un lado de techos de casas poblados por perros que me ladraban al oído. Cada bloque de la escalera cruzaba por una calle, muchas veces encontré a gente esperando en las esquinas debajo del alumbrado amarillo. Parecía que me quedaban mil escalones.
Al llegar al fondo había un hombre sentado tocado la guitarra eléctrica con dos vecinos; me miró molesto. Cuando les pregunté por el hotel más cercano, me dijeron que diera vuelta a la derecha, cruzara la carretera y siguiera caminando. El otro lado de la autopista estaba poblado por fábricas viejas y calles desiertas. Por fin, en el cuenco de una cantera contrapuesta con el Cerro Gordo llegué al hotel Cerro Gordo Plaza Inn y me colapsé en la cama. Decidí quedarme un par de días para recuperarme.
A la mañana siguiente decidí caminar por Vía Morelos, en Ecatepec, sería un día tranquilo que empezaría con un desayuno especial en McDonald’s. Ya sabía que debía pedir hot-cakes. Al caminar por Vía Morelos pasé por la fábrica de Jumex y tomé nota de que más adelante quería visitar el famoso museo que alberga. Seguí por la avenida concurrida por las tiendas de las grandes franquicias. Me seguía doliendo la pierna. Decidí comprar zapatos nuevos. Entré a una tienda de cadena y compré unos zapatos para caminar de aspecto impresionante. Al salir me los puse. Me di cuenta de que era inútil ir cargando el par viejo, así que lo tiré a la basura junto con la caja del par recién comprado. Los zapatos nuevos eran acojinados y cómodos, pero pronto descubrí que para caminar eran peores que los anteriores.
Crucé la autopista para internarme en San Cristóbal. Era domingo y la gente se reunía en la entrada de una catedral grande y moderna para asistir a misa. Decidí entrar, no tanto para participar sino para ver la dinámica. Ecatepec alberga una arquidiócesis, así que la silueta ataviada de morado a la distancia que presidiría la misa era el arzobispo Onésimo Cepeda. Al terminar la misa caminé por el pasillo que desembocaba en lo que parecía un vestíbulo. Solicité una entrevista y me llevaron con monseñor Blas, diácono, el segundo al mando después del arzobispo.
Intenté tener tacto. Era claro que el extrarradio de la ciudad estaba plagado de denominaciones, cultos y otras religiones no católicas, como la adoración a la Santa Muerte, quien estaba convencido me perseguía por haber tomado una foto no autorizada. En Los Reyes había visto un letrero fuera de una choza que alojaba el templo de los trinitarios marianos, seguidores del mesías mexicano Roque Rojas y sus 22 mandamientos. En Ciudad Azteca, Ecatepec y Ciudad Nezahualcóyotl había presenciado ritos santeros de practicantes de la Santería, religión afrocubana, y el vudú. Había mormones que vestían camisas blancas y prendedores negros y acudían a pulcras capillas blancas, por no mencionar las iglesias protestantes como los adventistas del séptimo día, testigos de Jehová, Luz del Mundo y Pare de Sufrir.
La ciudad de México vive una revuelta religiosa. Todas estas religiones nuevas crecen debido a que la gente desconoce el catolicismo. Le pregunté al diácono si la Iglesia estaba preocupada por perder a sus adeptos. El diácono era un hombre en sus sesenta, llevaba su sotana ceremonial para oficiar misa; de pie detrás del altar, hizo una pausa.
Respondió que la Iglesia se concentraba en reevangelizar a las comunidades católicas (aunque así se denominaban, se habían alejado de la ortodoxia a tal grado que ya habían dejado de ser católicas). Mencionó el pueblo de Santa Clara, cerca de Cerro Gordo. En una ocasión, habían intentado rebautizar la iglesia en honor al recién canonizado San Juan Diego, aquel que vio a la Virgen de Guadalupe. Tuvieron que desistir pues se encontraron con la oposición violenta de los habitantes. La Iglesia se había fijado como meta recuperar autoridad doctrinaria dentro de las comunidades católicas del país.
Recordé todas aquellas iglesias y templos diminutos, campos y salones de fiestas usados para oficiar servicios religiosos que poblaban la frontera polvorienta de la ciudad. Recordé a la gente pintando y limpiando sus altares en honor a la Virgen en los días previos al doce de diciembre. La Iglesia parecía omnipresente y poderosa, sin embargo, no era capaz de mantener la ortodoxia en las comunidades católicas, mucho menos de preocuparse por los miembros de su rebaño que se convertían a otras religiones.
Regresé al tráfico y a los camiones de Avenida Morelos. El paisaje urbano crecía y oscurecía por sus hoteles y bodegas. Al llegar a los grandes supermercados de la avenida regresé a Cerro Gordo, así llamado porque parece un hombre gordo recostado de espaldas. Pasé frente a un cine y me acerqué a la entrada. Estaba a punto de empezar una película llamada Eclipse. En la fila de la taquilla le pregunté a un adolescente que llevaba una gorra de beisbol demasiado grande si la película estaba buena. Respondió que estaba buenísima, así que entré a ver vampiros y hombres lobo.