Al caminar en el extrarradio de la ciudad, me quedé en hoteles y moteles baratos. Los elegí porque estaban muy cercanos a mi ruta, en algunas ocasiones justo en el borde, en otras, al interior. El propósito de la mayoría de estos hoteles es consumar encuentros sexuales. Amas de casa que se acuestan con el marido de la vecina, adolescentes que se ocultan de sus padres, aventuras de oficina. Los pasillos silenciosos destilan toda clase de combinaciones irregulares de deseos extraños e ilícitos, amoríos explosivos; alguna que otra risita o gemido rompen con el silencio.
Estos hoteles son anónimos. Para pedir una habitación no hace falta dar tu nombre ni registrarse. Con tan sólo el roce de un par de billetes de cien pesos tienes una cama para pasar la noche. Los propietarios pueden ser muy estrictos con los horarios. En vez de establecer horarios para entregar la habitación, ponen límites. En dos ocasiones me corrieron a las seis de la mañana porque había llegado hacía doce horas.
Encontré mi favorito cuando temprano por la tarde llegué a la colonia Luis Donaldo Colosio, en Ecatepec. No esperaba encontrar un hotel en esa zona, de modo que su sola existencia resultó gratificante, sobre todo después de cruzar corriendo el Circuito Interior Mexiquense y las aguas negras del Gran Canal. En una avenida amplia sin pavimentar, debajo de torres de electricidad, se erigía una copia del famoso Hotel California en Todos Santos, Baja California Sur.
Los hoteles en los que me había alojado incluían hoteles de lujo en Santa Fe y el aeropuerto y aquellos de habitaciones vacías con camas de estructura de metal en Chalco y Tecámac. Es común que los hoteles para los encuentros sexuales tengan fachadas ocultas, recepciones pequeñas y discretas detrás de vidrios reflectantes y habitaciones diseñadas como suites en miniatura lujosamente amuebladas. Uno de ellos, el hotel Tláhuac, en la carretera de La Paz a Texcoco, tenía un espejo negro y opaco en el techo. Otros tenían ventanas de vidrio esmerilado en las regaderas y muebles de figuras raras. Algunos tenían montacargas rotatorios para que si pedías servicio a la habitación, no entraras en contacto con el personal. Cuando mi esposa me visitó para llevarme ropa limpia, me sentí como gánster prófugo de alguna película de Bogart.
El simple hecho de entrar sin compañía a estos hoteles levantaba sospechas y apestaba a perversión. En mi cumpleaños tenía curiosidad de cómo sería dormir en una cama de agua, al pedirla al personal se mostraron casi asqueados. ¿Qué podría hacer una persona a solas en una habitación de hotel? Es imposible imaginarlo.
La gente entraba y salía de estos hoteles a montones. Cuando empezaba a caer la noche, acostumbraba preguntar en dónde se encontraba el hotel más cercano. Pronto aprendí a preguntar a hombres en la treintena tardía o la cuarentena, con cierto aspecto jovial. Siempre sabían. Los hombres más jóvenes no tenían ni idea. Preguntar a una chica era inútil, incluso insultante y repugnante. Es raro que estos hoteles estén dentro de una colonia. Nadie quiere que lo vean con un vecino, amigo o familiar. Así que tienden a estar a las afueras de las colonias.
Algunos hoteles y habitaciones eran más sensibles al sonido que otros. Una vez, temprano por la mañana en el Linda Vista Inn, cuando el sol entraba por las cortinas desde el este, escuché a una pareja tras otra teniendo relaciones sexuales. Los orgasmos femeninos circulaban por las habitaciones a mi alrededor. La consumación más memorable que he escuchado —por su duración, gemidos y fanfarronería pura— ocurrió en Valle de Chalco, en un hotel con unos billares en la planta alta.
Aprendí a buscar hoteles en intersticios urbanos más liberales, en donde se cruzaban avenidas y comunidades. En Milpa Alta no había hoteles porque la comunidad los había prohibido. En las comunidades aisladas en alguna ladera o valle nunca había hoteles. El Hotel California en la llanura del norte de Ecatepec no era la excepción.
Me gustó el hotel a las afueras de Ecatepec porque era discreto y de buen gusto. Su ubicación era más que oportuna para mi ruta. Como todos los buenos hoteles, estaba donde tenía que estar. La fachada bajo las torres eléctricas estaba decorada con gusto y destacaba en la avenida sin pavimentar. La colonia era próspera, pero debido a su construcción reciente, aún no tenía servicios públicos.
El administrador era un hombre joven y calvo muy entusiasta. Llevaba una gorra de beisbol y una playera. Él y sus dos hermanos habían trabajado en la construcción en Estados Unidos durante quince años, así aprendieron toda clase de técnicas de la construcción de lujo. Decidieron regresarse porque los tres estaban casados y con hijos, y creyeron que Estados Unidos ejercía una mala influencia en sus hijos. Así decidieron construir un hotel en Ecatepec con sus propias manos. Como les gustaba el Hotel California en Baja California, lo copiaron y adaptaron a las circunstancias locales. Conocían las técnicas de su construcción, así curvaron el concreto para imitar piedras y mortero. Las habitaciones eran sencillas, aunque cómodas, y tenían cierta elegancia costera.
Debido al éxito de este hotel, tenían planeado abrir una disco cerca para crear sinergias. Quizá después, un club de striptease. Según el gerente, para esa clase de cosas siempre hay dinero. Los sobornos para la policía mexiquense eran muy económicos. Dentro de poco la avenida estaría pavimentada. Cuatro personas salieron de una de las habitaciones bajo la luz grisácea de la mañana: tres hombres desaseados y una mujer. ¿Una familia?, pregunté. Se rio, no, no eran familia.
Vi a toda clase de personas entrar a estos hoteles. Parejas que habían estado juntos por primera vez iban de la mano hacia el estacionamiento, adolescentes, campesinos, jóvenes celebrando en la noche, parejas perdiéndose en su propio mundo.
Y todos parecían contentos al entrar.