Al salir de Tecámac aquella mañana atravesé el que alguna vez fue el lecho del lago de Zumpango; ahora es un prado punteado con parches blancos de sal. Entre dos torres de luz construidas en medio del prado se erigían paredes desnudas y cables de electricidad. Las fronteras estaban marcadas por zanjas de agua muy pequeñas. Viviendas de interés social entrecruzaban el paisaje llano dándole la espalda a los campos, sus paredes de ladrillo altas y garabateadas las separaban de las zanjas y el pastizal. Uno que otro pimentero rompía con la monotonía. El paisaje me recordó a los pólderes de los Países Bajos: planicies alguna vez cubiertas por el mar.
Entre los pastizales, en una red de caminos de terracería pantanosa, me encontré con la construcción de un grupo de casas de apariencia informal. Una mujer salió de una reja de estacas rosas a medio pintar. Parecía rozar la cuarentena, estaba pasada de peso y tenía una cara redonda y jovial, se le veía sospechosa. Le expliqué mi proyecto y empezamos a hablar.
Los caminos de terracería que atravesaban la colonia tenían nombres de vírgenes: Virgen de Juquila, Virgen de Fátima, Virgen de Guadalupe, etcétera. En las esquinas letreros a mano indicaban los nombres. La mujer no estaba de acuerdo, le parecían nombres ridículos para calles, pero los vecinos habían votado. Ella era protestante. Sin embargo, no está de más tener un ejército de vírgenes a tu lado y uno imagina que las esquinas de las casas son las que reciben más bendiciones.
Las autoridades habían intentado deshacerse del asentamiento pero los colonos habían conseguido refutar el desalojo por la vía legal y ahora se encontraban en un limbo. Al verme había temido que fuera de parte de las autoridades municipales. Llevaba ocho años construyendo su casa de acero y concreto. Aún no completaba la fachada. Había construido macetas en la reja exterior. Era madre soltera con tres hijos. Hacía trabajitos entre las pilas de ladrillo y los muros inacabados. Detrás de una cortina de plástico salió un niño de ocho años. Me contó que su hija mayor había desparecido hacia algunos meses. La niña de trece años había huido con un hombre mayor. El día anterior a nuestro encuentro, la niña le había llamado. Esperaba verla pronto. La vida es dura. Y sin embargo, su cara rechoncha transmitía cierta alegría.
Me despedí y seguí caminando por los caminos de terracería, entre las viviendas de interés social a medio construir, hasta que llegué al fin del camino. A mi lado transitaban camiones. La tierra se había convertido en un polvo muy fino que el viento levantaba con facilidad. Montículos de tierra no muy altos bloqueaban la vista detrás del camino de terracería. A la distancia vi que un hombre en bicicleta daba vuelta a la izquierda hasta adentrarse en un camino de pasto. Lo seguí guardando la distancia.
Transcurridos unos minutos llegué a un canal extenso y profundo de aguas negras cercado por pura piedra que bajaba hasta alcanzar la corriente burbujeante. Había llegado al Gran Canal que lleva las aguas residuales de la ciudad a Hidalgo. Frente a mí el hombre tomó su bicicleta para cruzar a pie un puente antiguo hecho de vigas de acero, aquello fue como viajar en el tiempo a la Europa del siglo XIX y la Torre Eiffel. Mientras esperaba, contemplé el arroyo negro y burbujeante de aguas residuales que brotaban como cascadas desde tuberías que salían de los bancos de piedra. Otros peatones y ciclistas también cruzaron el puente.
Atravesé por el puente de vigas pintadas y resonancia metálica, debajo de mí, el excremento negro de la megalópolis fluía despacio hacia el noroeste. Llegué a la otra orilla, bajé por una escalinata de acero pequeña y seguí por un camino de terracería a lo largo de una loma cubierta de pasto. Justo frente a mí se extendía el Circuito Exterior Mexiquense, la autopista de cobro que divide la ciudad del campo. Camiones circulaban a toda velocidad. Tres carriles de alta velocidad me separaban de la barrera de concreto que dividía la autopista por el centro y cuya reja de metal había sido arrancada.
Calculé con cuidado, corrí y llegué a la barrera, la crucé y corrí para llegar al otro lado. Ahí el camino de terracería llegaba a otra reja de metal con un hoyo. Siempre hay un hoyo en la reja. Me asombró que esta ruta era parte del trayecto diario de los trabajadores de la construcción empleados en proyectos al norte de la autopista. Despreocupados, pasaban una barrera tras otra, incluso con una bicicleta en mano. Los imaginé silbando mientras cruzaban la autopista furiosa, atravesaban el canal de aguas negras y se internaban en la polvareda.
Entré a la colonia Luis Donaldo Colosio, en Ecatepec. Anochecía cuando pasé por la estructura a medio construir de una iglesia.