Desde Tepetlaoxtoc seguí internándome en la montaña para encontrar a los legendarios músicos de Santa Catarina del Monte. Caminé a un lado de la carretera a Tuxpan bajo la penumbra. Por fin, oculto detrás de las barreras de la autopista, alcancé a ver un edificio decaído y enfrente, un letrero entre el follaje de los árboles que leía: Hotel. Entré y en la recepción me recibió una mujer amable de unos sesenta años que llevaba ropa de trabajo.
La recepción era amplia, pero estaba vacía. Al caminar por las instalaciones, me dio la impresión de que de no ser por mí, el hotel estaría vacío. Había una alberca, pero estaba cerrada. Mi habitación era sencilla y amplia, aunque bien iluminada y ventilada. Me recordó a algunos pueblos europeos que tienen manantiales, sólo que semidesierto. Los jardines estaban cubiertos de maleza, las ramas de los árboles caían por las veredas entre los edificios. A la distancia y detrás del pequeño bosque que separaba el hotel del mundo exterior, se escuchaba el tránsito de la autopista.
Me fui a dormir bajo sábanas limpias, aunque delgadas; sentía el aire frío proveniente de la montaña. Me quedé pensando en lo atinado de mi decisión de desviarme hacia Santa Catarina. Concluí que la ciudad sólo tenía sentido si se le comparaba con el campo. Después de todo, alguna vez la ciudad fue campos y colinas, animales y campesinos.
Alguna vez, este hotel había reunido a familias acomodadas que querían disfrutar del campo en las faldas frías de la montaña. Ahora era una causa perdida, abandonada a la memoria. Al día siguiente la mujer de la recepción limpiaba la mala hierba que crecía entre los senderos que atravesaban el hotel. Me contó que era la dueña. El hotel había sido de sus padres y había vivido una infancia hermosa en lo que en ese entonces había sido un sitio encantado con jardines, juegos y huéspedes. El hotel había tenido mucho éxito. Sus padres habían muerto y lo había heredado. Cuando se construyó la autopista de cobro, el lugar quedó aislado del tránsito. Comenzó la espiral hacia la ruina: despidieron a los empleados y cerraron la mayoría de las habitaciones.
Ahora tenía que hacerse cargo de aquel lugar en decadencia ella sola. No quería irse, había pasado toda su vida en el hotel y tenía recuerdos felices. Al mismo tiempo, el suyo era un caso perdido. El hotel nunca recuperaría su esplendor mientras estuviera situado frente a una autopista. Había perdido su propósito, no así la mujer. Seguía manteniendo la propiedad de la mejor manera posible: era recepcionista, jardinera y plomera. El último destello de vida en un cuerpo moribundo.
A veces hay partes de la ciudad que parecen embrujadas por el pasado, se mantienen vivas por un poco de pintura desgastada, un anciano que camina por ahí arrastrando los pies, los patrones de las paredes o los cimientos en una pradera. La forma se conserva mucho después de que ha desparecido la función.
El extrarradio de la ciudad está lleno de dichos fantasmas. Autobuses viejos, abandonados y olvidados, caravanas de circo con pintura descarapelada que podrían convertirse en chatarra o ser remodelados, edificios a medio construir, las ruinas de una hacienda. Quizá con el tiempo se le encuentre otro propósito a este hotel, sólo que más allá de la frontera con la ciudad. El mundo cambia y perdemos todo propósito, lo que de momento parece tan certero, desparece en el aire. Lo único que permanece son los recuerdos.