7. El líder de la manada: Ixtapaluca

Esa noche en Izcalli me dirigí a la casa de los papás de una amiga, una joven diseñadora gráfica de Ixtapaluca. Sus papás eran profesores rurales en un distrito urbanizado desde hacía diez años por movimientos de paracaidistas. Su pequeña casa moderna descansaba bajo cerros cubiertos de concreto, caminos de terracería y casas a medio construir. Su mamá, una mujer atractiva y elegante, abrió la puerta. La casa estaba bien amueblada, me percaté de una foto antigua del profesor y su esposa, se veían glamurosos, como estrellas de cine en blanco y negro.
El padre llegó a casa. Me contó que colonos informales buscaban ubicaciones estratégicas como ésa, a un lado de la carretera, a la salida de Puebla. Con estratégicas se refería a que así tenían control sobre la ciudad, ya que bloquear la carretera era una amenaza importante en toda negociación con la autoridades. Los líderes le brindaban poca importancia a la educación de los niños en sus comunidades. Una vez que todas las necesidades de los colonos quedaban cubiertas, los propios líderes perdían su poder. De modo que no era de su interés que todos esos servicios se satisficieran pronto.
Esa noche dormí en el cuarto de la hija, que seguía tal como lo había dejado. Encima de su cama colgaban recortes de revistas de moda y viajes, sueños adolescentes de lugares lejanos que ahora se consumaban.
A la mañana siguiente desperté y acompañé a la madre a pie a su trabajo en una escuela primaria cercana. Recorrimos caminos sin pavimentar hasta que llegamos a un edificio de concreto bien cuidado rodeado de una cerca de malla. Los niños en sus uniformes rojos corrían en el patio de la escuela en la luz de la mañana, los padres se despedían y los maestros pastoreaban a los niños. La mamá de mi amiga le pidió a uno de los padres que me llevara con uno de los líderes de los colonos informales.
La mujer de mediana edad asintió y me llevó por un laberinto de concreto por la ladera. Nos detuvimos frente a una reja de metal grande. Tocó varias veces hasta que se abrió la puerta en el acceso de metal. Un hombre me guio por el patio, dejamos atrás dos camionetas y subimos a una oficina pequeña. Le expliqué qué asunto me ocupaba a una mujer en su cincuentena, de complexión de boxeador, cara amplia y deteriorada y rizos castaños teñidos de canas.
Estaba sentada frente a su escritorio y tenía una pila considerable de papeles en frente. Una foto de Luis Donaldo Colosio colgaba de la pared, así como una de su hijo estrechándole la mano a Enrique Peña Nieto, la prueba concreta de su influencia en los círculos gubernamentales. Me contó que había bautizado la colonia Luis Donaldo Colosio en señal de respeto, debido a su asesinato y porque éste le había ayudado a fundarla. Me di cuenta de que los nombres de las colonias eran un mapa de las influencias políticas. Los pobladores habrían querido nombrar la colonia en su honor, pero ella se había negado. Le parecía suficiente que la avenida frente a sus oficinas llevara su nombre.
Hacía unos treinta años había vivido en Ciudad Nezahualcóyotl, era una madre joven. Su esposo la había abandonado y la casualidad la había conducido a esa ladera estéril. Decidió que las condiciones eran intolerables y comenzó a organizar a algunos vecinos. Viajó a la capital en Toluca, ahí la hicieron esperar durante horas sin recibirla hasta que entró sin permiso a las oficinas del funcionario a cargo. La sacaron arrastrando. Luego de que esto sucediera varias veces, los funcionarios reconocieron que era una líder nata, alguien en quien podían confiar durante épocas electorales.


En su opinión había muchos líderes políticos en esos cerros, aunque pocos natos. A veces los partidos elegían a personas útiles para fungir como intermediarios entre ellos y los colonos, pero no eran más que oportunistas sin autoridad real. El número de líderes naturales cuyo carisma y fuerza de voluntad lograba imponerse ante sus colegas se contaba con los dedos de una mano. Le comenté que había conocido a otra lideresa en el extremo este de la ciudad. Sonrió y respondió que la había conocido cuando las habían encarcelado a las dos. Antes habían sido enemigas, pero si bien no se habían vuelto amigas en la cárcel, por lo menos sí habían quedado en buenos términos. De una lideresa nata a otra. Felisa me contó que había fundado cuatro colonias.
Si bien líderes distintos podían estar afiliados al mismo partido, al propio gobierno le convenía mantenerlos divididos. Una manera de hacerlo era prometerle el mismo terreno a dos grupos diferentes. Una vez había guiado a varios cientos de sus seguidores con palos de madera y piedras para enfrentarse a otro grupo de colonos por un terreno baldío. Su oponente también había sido una mujer y la había retado a pelar frente a frente, ¿para qué dejar que los demás derramaran sangre? En estos días ya no se encontraba bien de salud, se acababa de recuperar de apendicitis. Todo parecía indicar que ese roce con la muerte la había dejado más tranquila y filosófica.
Su labor era negociar servicios públicos para la colonia. A cambio, se aseguraba de que los colonos votaran por el partido político que se comprometía a materializar dichos servicios. Aunque algunos líderes eran oportunistas, ella era devota al PRI. Hacía poco el PRD, el partido de centroizquierda, había intentado hacer proselitismo en la colonia y ella lo había prohibido. Los organizadores de las campañas le habían asegurado que no podía pues se trataba de espacio público. Los correteó hasta echarlo de la colonia.
Los papeles en su escritorio eran los títulos de propiedad de las casas de sus colonos. Estaba trabajando en ellos. Una vez que los colonos tuvieran esos papeles, serían libres. Esa pila de formatos era la expresión más concreta de su fascinación por el poder. Los colonos pagaban una cuota mensual para sus gastos y manutención.
Era mediodía, me despedí y subí por el cerro hacia las colonias vastas y grises de Antorcha Campesina, una organización enorme de colonos que domina el este de la megalópolis. A la distancia vi un banderín rojo ondeando en una de las casas. Allí me dirigía.