Ya había pasado por Iztapalapa y Valle de Chalco. Como me habían dicho que estas zonas eran particularmente peligrosas, mi paranoia comenzó a disminuir. Dejé de temer que caníbales me atacaran en cualquier momento o que cualquier hombre entre los doce y cuarenta años fuera un asaltante; una victoria más para la razón en esta era mediatizada en que la imagen es más importante que la sustancia. Salí de Chalco y seguí caminando por la autopista hasta que la frontera se convirtió en Cocotitlán, un poblado situado en una colina en la punta sudeste de la ciudad.
En la autopista di con un hotel con un nombre muy acertado, La Frontera. A un lado había un restaurante grande que tenía cabrito y un cantante a modo de entretenimiento. Era un local cómodo; me sentí orgulloso de estar a salvo. Revisé el menú de comida de campo abundante. Luego de premiarme con conejo a las brasas, caminé hacia mi hotel bajo la noche tranquila del campo.
A la mañana siguiente atravesé unos campos para llegar a Cocotitlán. Campesinos acomodaban troncos de maíz para formar tipis altos. Dos equipos jugaban futbol en un campo de pasto debajo de la colina. Me sorprendió que uno de ellos llevara los colores rojo y blanco del Ajax de Ámsterdam.
La colina se encontraba a medio excavar debido a la explotación de los depósitos de grava. La otra mitad estaba cubierta por un poblado tradicional. Al parecer los pobladores comenzaban a mostrarse preocupados por la extensión de la cantera y su impacto en la solidez de la montaña. Ésta tenía una apariencia caricaturesca por el corte, parecía un castillo imposible de algún animé japonés.
Entonces quizá sea apropiado que al pueblo se le conozca por su brujería, igual que San Francisco Tecoxpa. Alguna vez leí que en varias partes de México la acusación de brujería suele ser una expresión de envidia, una reacción al éxito inexplicable de la persona involucrada, éxito que de algún modo se podría considerar traición a la cultura local y asimilación de la cultura del conquistador. También me han contado que en zonas rurales, algunas aldeas son más reacias que otras a renunciar a sus tradiciones prehispánicas. A cualquier práctica religiosa prehispánica se le tildaba de brujería y los sitios en donde se llevaban a cabo estos rituales estaban particularmente poseídos y recibían visitas frecuentes del jinete diabólico, el charro negro.
Caminé montaña arriba por las calles del pueblo, entre fachadas pintadas y el mercado local, hasta la iglesia que corona la montaña. La iglesia estaba rodeada de piedras, algunas con patrones prehispánicos como espirales y círculos. Al pasear por las piedras conocí a un hombre de baja estatura, en su treintena, con ropa desgastada y mirada cansada que disfrutaba la vista. Me contó que había sido camionero, pero que se había quedado sin trabajo y estaba pasando por una mala racha. Miramos la llanura y las montañas debajo de nosotros y levantamos la vista para ver los volcanes.
Le conté que estaba recorriendo los límites de la ciudad. Respondió que él también era pata de perro y le gustaba caminar alrededor de la región. Había escalado el Popocatépetl cuando estaba activo y dentro del cráter había visto un lago pequeño de agua verde del que emanaba vapor. Le gustaba caminar días enteros por los desfiladeros y cuestas del Iztaccíhuatl, en donde había encontrado cavernas con imágenes de ídolos. Señaló un punto a la distancia en donde descansaban las ruinas de alguna hacienda. Una vez, cuando caminaba solo, se encontró con un grupo de gente vestida con túnicas y máscaras blancas puntiagudas celebrando un ritual, consiguió ocultarse y alejarse sin ser visto. No había logrado identificar la religión, pero lo que vio lo había perturbado.
Observamos los volcanes imponentes. México es una cultura idólatra para la que tanto las estatuillas de santos como los volcanes están infundidos de cualidades espirituales. Como si se tratara de un campo gravitacional que disminuye con la distancia, el alma de un sitio o ídolo sólo tiene alcance geográfico limitado. Desde la punta de la montaña de Cocotitlán se escuchaba el silbido de los volcanes monumentales y el tiempo replegarse como si fuera eco. En los pueblos a las faldas de los volcanes se les sigue idolatrando como si fueran deidades; al mirar al sudoeste desde Cocotitlán, no era difícil imaginar por qué.
El camionero desempleado también me contó que el Día de la Independencia la gente sacaba sus pistolas y dispara al aire. Algunas de ellas eran muy antiguas, de la Revolución, aunque muchas otras eran nuevas. Los vecinos aprovechan la ocasión para demostrar que están armados y que es mejor no meterse con ellos. Imaginé el eco del tiroteo desde la montaña cortada.
El atractivo de los volcanes al este era potente, pero me encontraba en la órbita de otro espíritu. Mi ruta se extendía al margen de la megalópolis, al norte, entre los cerros de Ixtapaluca y la ciénaga extensa del Lago de Texcoco más adelante.
Descendí por el pueblo a mi hotel en la llanura.