Descendí por la autopista al Ajusco, a lo largo del borde arbolado del asombroso Bosque del Agua en la periferia sudoeste de la ciudad de México. Crucé el puente por encima de la ciclopista que corre a un lado del antiguo ferrocarril de Cuernavaca y sus murales atractivos.
La impaciencia por terminar el viaje me hizo acelerar el paso en la grava al borde de la autopista. Estaba cansado. Era temprano por la tarde y la sombra de la montaña se posaba en su cuesta. Al otro lado de una curva vi unas estatuas de piedra detrás de una reja de alambre oxidado. Detrás de la reja había una gran estructura de madera y cemento, construida en la ladera. En el patio-estacionamiento había un conjunto de estatuas de la Virgen de Guadalupe, el calendario del sol, un jaguar, un águila en un nopal comiendo una serpiente, la Santa Muerte con su guadaña, todas talladas en basalto negro.
Me intrigó la calidad de las obras. Mientras las examinaba, un hombre en torno a los treinta años, fornido, con bigote y cejas pobladas salió del edificio del fondo, el cual albergaba un taller y una casa. Me contó que el lugar era de su padre. Aunque era muy amable y serio, se le notaba inquieto. Vivía ahí y ayudaba a hacer y vender las estatuas. Caminamos entre las repisas del taller en las que descansaban las piezas a medio construir. Halagué su trabajo. Se encogió de hombros y respondió que no era arte. Era trabajo comercial. Vendían las piezas a empresas y tenían permiso de usar los símbolos nacionales oficiales. Nunca había hecho una obra de arte. Esperaba intentarlo algún día. Le dije que entendía su dilema. Un periodista también era un artesano, pero escribir una obra de arte era un asunto distinto. Él no había perdido la esperanza.
Le conté que cuando trabajaba en una compañía de logística, supervisé junto con mi equipo el traslado de una cabeza olmeca de Veracruz a un museo de Holanda. Como la cabeza iba a bordo de un cargamento descomunal, se atoró al intentar dar la vuelta en una esquina y no podía retroceder ni avanzar. No supe cómo lo desatascaron para enviarlo a Rotterdam. Asintió, la piedra es pesada.
Le relaté mi paseo por la periferia de la ciudad. Sugirió que habría cambiado en el curso del viaje. Estuve de acuerdo. Al comenzar, me había comportado demasiado atento, nervioso y cortés. A esas alturas en que el viaje casi concluía, era mucho más simple y directo; quizá más agradable, aunque peculiar. Me comentó que de haberlo conocido hace cinco años, habría sido imposible que habláramos. Padecía esquizofrenia. Su familia lo había llevado con toda clase de doctores que lo medicaron, pero nada le ayudó. Habían concluido que el suyo era un caso perdido, nunca mejoraría.
Hacía cinco años no me habría podido ver a los ojos. Habría estado arrastrando los pies con la mirada en el piso. Cada mañana al despertar, se miraba al espejo y decía: “Eres un cabrón y vas a salir de ésta”. Y fue mejorando poco a poco. Lo tomé como ejemplo. Nos dimos la mano y salí al patio lleno de los símbolos de México. La ciudad se extendía hacia el norte, era un laberinto interminable de mortero y piedra. Guillermo Pérez regresó a su taller. Me esperaba el camino serpenteante entre los árboles. Seguí descendiendo por la ladera de la montaña. Sólo quedaban las comunidades tradicionales de la delegación de Xochimilco para llegar a Milpa Alta; después de eso, sería libre. Debía rodear las montañas y las comunidades boscosas del borde sur de la ciudad para llegar a San Francisco Tecoxpa.