El volcán Chimalhuache, en torno al cual se extienden el municipio de Chimalhuacán —pobre y en expansión— y el cerro del Pino me separaban del Lago de Texcoco, que marca la frontera este de la ciudad. Partí de la carretera de Texcoco hacia el interior, a los barrios polvorientos y marginales en la cima de la montaña. El silencio invadía las calles. Me sentía observado.
En vez de caminar hacia la cima de la montaña, di vuelta a la derecha y descendí por la pendiente, al antiguo centro de Chimalhuacán, alguna vez un pueblo pesquero que habitaba en la ribera del Lago de Texcoco. Aún conserva su iglesia colonial y su amplia plaza con arcos. Cerca del zócalo vi la fachada pintada de las oficinas de una organización política. Entré. En una oficina vacía me encontré con un hombre y una mujer en la treintena sentados frente a un escritorio sencillo cubierto con algunos papeles.
Se trataba de los representantes políticos de la población indígena mazahua del Estado de México, al otro lado de la ciudad. Pedían apoyo político a la extensa comunidad mazahua que había emigrado a Chimalhuacán desde la mitad occidental del Estado de México. Según el hombre, la comunidad indígena en Chicoaloapan era numerosa, una de sus colonias, Nueva Santa Cruz, estaba conformada casi en su totalidad por mazahuas mexiquenses. En general, no reconocían su identidad indígena durante los censos de población, de modo que las cifras no reflejaban la realidad.
Juan Román, el socio minoritario de Clara Hernández —una indígena robusta y discreta— se quejaba sobre todo de la falta de conciencia social de la gente. Me contó que las bolsas de plástico de tiendas departamentales de lujo eran muy valoradas. La gente las reutilizaba para presumir en dónde habían comprado. Sacudía la cabeza frente a tal frivolidad, frente a lo patético del consumidor frustrado quien ante la imposibilidad de poseer el producto, afianza su identidad en una bolsa de plástico.
Ahí la política se centraba en la negociación pro quo de servicios a cambio de votos. En un mundo de costales de ladrillos de cemento, servicios médicos, drenaje y pavimentación, la ideología no figuraba. La organización política en esas zonas era sumamente difícil debido a la competencia persistente con las otras organizaciones políticas para ofrecer cemento o algún servicio público a los pobladores. Una de esas organizaciones era la influyente Antorcha Campesina. La mayoría de su apoyo provenía de los terrenos y los costales de cemento que regentaban. Al final, todos los líderes eran corruptos, cenaban con los colonos en lugares modestos para luego volver a cenar en restaurantes buenos. Pese a ello, los antorchistas enarbolaban un discurso de ideología maoísta. El sudeste de la ciudad aloja a muchos líderes y movimientos. A los representantes que conocí les pesaba ser peces pequeños en una pecera tan grande y no les quedaba más que esperar aburridos en su oficina vacía.
Los dejé con sus asuntos y caminé bajo los arcos, después almorcé en una marisquería grande, la cual parecía concentrar a los personajes importantes del pueblo. Luego de una sopa espesa de almejas y cangrejo, seguí caminando hacia el mercado y descendí por una cuesta que atravesaba el distrito comercial del municipio hasta llegar a la llanura desolada del Lago de Texcoco.
En la orilla del distrito comercial había un edificio de concreto espacioso con un patio que albergaba un centro cultural. Entré al patio y lo encontré vacío salvo por un cuarto secundario pequeño dentro del cual un hombre delgado, de estructura ósea fina y larga, y pelo cano daba lecciones de guitarra a una niña.
La niña se fue casi en seguida y le expliqué mi proyecto a Juan Herrera, compositor de música clásica contemporánea. Me preguntaba cómo sería la música ahí. Me contó que Chimalhuacán tenía una tradición musical antigua. El pueblo tiene su propio género de música de carnaval que se inspira en los valses de la corte del emperador Maximiliano, que gobernó el país en la década de los sesenta del siglo XIX. Por alguna razón, los sirvientes de la corte del emperador provenían en su mayoría del pueblo pesquero de Chimalhuacán. Los pescadores volvían a Chimalhuacán y se burlaban de las costumbres raras de sus gobernantes, además confeccionaban vestidos y trajes que seguían las modas cortesanas. Ahora, 150 años después, aunque la corte ha desaparecido, los valses burlescos se siguen llevando a cabo al pie del Chimalhuache. Herrera me pidió que tuviera en cuenta que ahí los músicos no son artistas, sino artesanos. Su propósito es acompañar a los bailarines y cuando el cantante principal comienza a cantar, deben dejar de tocar. Su función no es expresarse artísticamente.
Se trata de una diferencia enorme entre la concepción tradicional y la occidental moderna de la música. Según Herrera, casi todos los músicos aprenden sólo lo necesario para tocar la música que se requiere para el evento. En el México tradicional la música es para acompañar los bailes, así que los músicos aprenden a tocar con ese fin. El México tradicional está compuesto por artesanos que hacen cosas para otras personas, no por artistas que expresan su relación con la realidad para satisfacer sus propias necesidades.
Herrera me habló de un lugar que estaba experimentando un cambio: Santa Catarina del Monte, un poblado al norte del que provenían muchos músicos de las bandas municipales y militares del Valle de México. Si bien tocaban música clásica romántica, contaban con sus propios compositores. Eran indígenas nahuas, descendientes de los mexicas de Texcoco, antiguamente gobernado por Netzahualcóyotl. Esta comunidad tradicional se había apartado de la concepción estrictamente artesanal de la música. La fiesta importante del pueblo dedicada a Santa Cecilia, santa patrona de los músicos, se llevaría a cabo en siete días. Aunque no era parte de mi ruta, tampoco estaba tan lejos.
Salí del centro cultural decidido a visitar ese poblado de músicos durante el día de Santa Cecilia, incluso si me desviaba ligeramente de mi ruta. Seguro me traería buena suerte.