Crucé los cerros de Xochimilco decidido a terminar el viaje. Tenía planeado llegar a San Francisco Tecoxpa el 21 de diciembre, durante la noche más larga del año. Luego de 51 días a pie, estaba cansado y harto. Seguí los caminos que se internaban en los cerros poblados por viviendas. Pasé la cárcel de Xochimilco, el Reclusorio Sur, rodeado de rejas y torres. Tenía mejor aspecto que las otras cárceles con las que me había encontrado a lo largo de mi ruta. Llegué a un poblado atravesado por un arroyo. En los campos al fondo, distinguí las jaulas de gallos de pelea con sus techos de acero corrugado para cubrirlos del sol. Me encontraba en el campo, descendí por una pendiente con dirección al este, hacia una colonia informal edificada en el bosque al pie de la cuesta. Cables de electricidad, como telarañas, saltaban de casa en casa. Un grupo de hombres bebiendo de una botella de plástico me gritaron: “¡Ey, güero!”, pero no me interesaba nada más que llegar a mi destino. No más paradas, no más entrevistas.
Atravesé aquel asentamiento informal y llegué a unos campos rodeados de muros de piedra apilada sin mucha rigidez. Algunos muros seguían en construcción y los atravesaban cuerdas que los mantenían derechos. En los prados había cabañas hechas de madera, pedacería de colchones y tarimas la hacían de puertas y paredes. No había nadie. Era raro. Los muros de piedra que delimitaban el prado sugerían un asentamiento viejo, sin embargo, las cabañas eran nuevas y no parecían habitadas. Al verlas más de cerca me di cuenta de que no tenían puertas. Tampoco había senderos que desembocaran en las cabañas, el pasto no se veía desgastado. Caminé por el poblado de paracaidistas, extraño y desierto, las casas sin puerta rodeadas de campos y muros de piedras. Entonces vi un teléfono pintado en una de las paredes y comprendí.
Las cabañas reservaban un espacio, como un suéter en un banco. Con el paso del tiempo, su estatus legal cambiaría. Además de que los muros de piedra le dotaban al poblado una apariencia antigua, era difícil derribarlos. El poblado era una construcción falsa para despistar a las autoridades. La función del paisaje era delimitar la zona.
Más adelante, encontré algunas casas habitadas. Llegué a un grupo de calles en torno a una avenida empedrada de nombre San Juan Labrador. Al bajar por la pendiente entre las casas, un burro pasó a mi lado. Me pareció extraño que no estuviera acompañado. No le presté demasiada atención hasta que pasó otro burro cargado de botellas de agua a los costados y al parecer, sin dueño. Al voltear y ver más burros en la cima y en el camino que bajaba por el cerro, comprendí que prestaban un servicio de transporte de agua. Le pregunté a un hombre que pasaba por ahí. Me contó que el municipio no quería proveer de agua a aquella colonia paracaidista. Así que usaban burros, éstos bajaban el cerro a donde se encontraba el tanque de agua, ahí los esperaba gente para llenar las botellas, entonces los burros regresaban.
Le pregunté si alguna vez los burros se habían escapado o perdido. Respondió que nunca había sucedido. La verdad es que los burros parecían contentos de caminar a su ritmo, a veces hacían pausas para mordisquear hojas o algún arbusto. Me intrigó el potencial de los burros para solucionar problemas urbanos.
Al llegar al pie del cerro, cerca del tanque de agua, estudié el paisaje. Podía internarme en la ciudad y rodear algunos cerros o cruzarlos para cortar el camino. Como estaba cansado y tenía prisa, me decidí por lo segundo. Me encaminé por un camino de terracería que subía por el cerro para llegar a Milpa Alta en la noche más larga del año. A medida que avanzaba, iban desapareciendo las cabañas y las casas. Los muros de piedra atravesaban los prados. Tomé un sendero pequeño con dirección a la puesta del sol, supuse que me llevaría al otro lado del cerro. Sin embargo, desembocó en otro pastizal rodeado de otro muro. Del otro lado del pastizal había un camino con dirección a la carretera a Milpa Alta. Lo seguí. El sol se metió y oscurecía. Luego de quince minutos decidí que ese sendero entre nopales y agaves no me llevaría a ninguna parte, sería mejor regresar. Regresé por el camino que me llevaría al pastizal. Anocheció.
Apenas distinguí una cadena de caminos de terracería en torno a montículos de pasto. No encontraba el sendero por el que había entrado. No llevaba linterna. Vi una luz en una cabaña en lo alto de unas piedras. Había estado seguro de que encontraría el camino que me llevaría al pastizal, pero me había equivocado. Luego de más de media hora de seguir pistas engañosas, rodear el muro de piedra y deambular por el pasto exuberante, no podía encontrar la salida de aquella hondonada en el cerro.
Frustrado, decidí escalar las piedras para llegar a la cabaña. Con un brazo conseguí escalar hasta una pared de piedra en construcción bajo acero corrugado. Hice una pausa, como soldado de película de guerra a punto de salir de la trinchera. Caí en cuenta de que al salir inesperadamente de la oscuridad y entrar a lo que parecía un patio pequeño, mataría del susto a quienquiera que estuviera dentro de la cabaña. Podría ocurrir un accidente. Una vez más, bajé por las piedras y regresé a la hondonada oscura, equilibrándome para compensar la falta de movilidad del brazo derecho.
Había estado completamente seguro de haber aprendido muchas cosas en el transcurso de mi viaje. Me daba cuenta de que no había aprendido nada. Seguía siendo un tonto. Seguía perdido en el pastizal y era de noche. Los muros de piedras apiladas separaban varios pastizales. Decidí subir a la cima de los muros con la esperanza de que tarde o temprano, terminaría en un camino de terracería. Esta nueva estrategia funcionó y tras cruzar un muro tras otro, por fin visualicé un camino de terracería. Bajé de un salto. De nuevo me encontraba en el vasto reino de caminos transitables que iban de ahí a Alaska. Tras haber perdido varias horas caminando hacia ninguna parte, descendí para llegar a la carretera al pie del cerro, poblada de carros y tráfico que se dirigían a las celebraciones prenavideñas de Milpa Alta.
Había llamado al Chorri para avisarle de mi llegada, pero era mucho más tarde de lo previsto y mi celular no tenía pila. Cuando por fin encontré un sitio a un lado de la carretera para recargarlo, llamé al Chorri pero no contestó. Era muy tarde para él; como todos los granjeros, era madrugador.
Seguí caminando por la carretera, entre el tráfico titubeante con su ballet de luces de freno. Llegué a San Pedro Actopan, famoso por su mole. Subí por la autopista hasta llegar a la cresta del volcán Teuctli que separa Actopan de Villa Milpa Alta. Al cojear por la cresta, sólo pensaba en que se acercaba el final del viaje. Faltaba poco. Gustoso, descendí por la pendiente que desemboca en Villa Milpa Alta. Era un momento trascendental.
Crucé las calles tranquilas de Villa Milpa Alta y llegué a la entrada del poblado de San Francisco Tecoxpa. Pasaba de la medianoche y las calles estaban desiertas. Vi la cruz neón y la fachada iluminada de azul de la iglesia, la cual marcaba mi punto de salida. Me acerqué para adentrarme al pueblo. Arroyos veloces y campos de nopales atravesaban el emplazamiento rocoso del pueblo. Imaginé que al llegar a ese punto, las puertas del cielo se abrirían de par en par, que varias bandas tocarían y los notables del pueblo me recibirían. Sin embargo, como un soldado que vuelve de una guerra desconocida, lo único que me recibió fue el silencio. La intervención divina no había preparado ningún evento místico para celebrar mi llegada a la iglesia.
Como no había estado seguro de que llegaría precisamente esa noche, no le había pedido a mi esposa ni a mis amigos que me recogieran. Me senté y estudié la calle, cansado y solo; sin nadie que me viera, me reí. Poco había cambiado. Me puse de pie y caminé hacia la casa del Chorri. Toqué la puerta, pero nadie abrió. Estarían durmiendo. Había llegado a Milpa Alta entrada la noche y no tenía a dónde ir. Escuché un carro del otro lado de la calle y volteé. Del coche salió un hombre joven que gritó: “¡Ey, Feike! ¿Qué haces aquí?”, estaba un poco entonado. Era un gestor cultural que había entrevistado hacía años y no había visto desde entonces. Me recordaba. Venía de una fiesta de su oficina, en donde se había tomado algunas cervezas. Como la fiesta había terminado tarde, había tomado un taxi. Le expliqué mi situación: estaba solo y no tenía en dónde quedarme. Con mucha gentileza me dijo que si bien su casa era humilde, podía ofrecerme una cama.
Caminamos hasta un departamento pequeño de dos pisos. Entré y lo primero que vi fueron dos camas pequeñas en la sala. Estaba divorciado, pero a veces lo visitaban sus hijos. Mi anfitrión tenía la piel clara y el cabello rubio. Me contó que su padre no era del pueblo, había sido alcohólico y su familia lo había mandado a Milpa Alta con la idea de que la vida en el campo le sentaría bien. Si bien mi anfitrión había nacido y se había criado en el pueblo, desde la secundaria había peleado con sus compañeros y había hecho todo lo posible por ser parte de la comunidad, pero nunca lo habían aceptado. Incluso ahora seguía siendo un fuereño.
Me sirvió un vaso de agua. Me contó que era carpintero y que había vivido varios años en Estados Unidos. Fue ahí que se preguntó por su procedencia. Se había dado cuenta de que pese al rechazo, Milpa Alta era su casa y no permitiría que los prejuicios se la arrebataran. Regresó y comenzó a estudiar la historia de Tecoxpa. Incluso en la época de los aztecas, a los pobladores se les consideraba brujos y capaces de cambiar de aspecto. Ahora había una población descomunal de doctores y enfermeras. Quizá San Francisco tenía vocación de médico.
La pobreza lo oprimía. En su desesperación estaba considerando alistarse al ejército, aunque detestaba la idea. En el ejército aprendería a manejar armas. No sabía qué hacer. Cuando lo conocí había organizado una exposición de objetos prehispánicos que la gente del pueblo había encontrado y ocultado en sus casas. Era un hombre cortés, inteligente y digno. Había estudiado la historia del pueblo y conocía todas sus costumbres. Pese a ello, su futuro económico era incierto. Nos terminamos el agua y me dormí en un sillón.
A la mañana siguiente nos despertamos temprano y nos despedimos. Caminé media cuadra por el centro hasta que reconocí una parada de camión frente a la iglesia. Sin pensarlo, corrí hacia el camión estacionado en la parada y entré por la puerta justo a tiempo. Sentí la presencia cercana de los otros pasajeros encorvados en sus asientos. El camión aceleró, me dio la sensación de estar despegando en un cohete.
La ciudad con todos sus detalles pasó frente a mí en una nube borrosa. Cuadras enteras desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. El rugido del motor hacía eco en mis huesos. Iba sentado con mi mochila en las rodillas, viendo por la ventana. Docenas de personas pasaban en segundos. Una vez más, México Tenochtitlan, la gran hechicera, se convirtió en una sombra.