No hay terreno más incómodo para caminar que a un lado de una autopista. A tu izquierda pasan tráileres, camiones y coches a toda velocidad, el estruendo te penetra la espalda. Lo único que te separa de 60 metros de asfalto negro y estéril plagado de ruido, contaminación y peligro es una línea blanca. A tu derecha, una zanja de concreto cuyas cuestas son imposibles de transitar. Detrás de ella, una barandilla protectora de metal de un metro de alto con bordes afilados lo suficientemente amplia como para que saltarla sea imposible. Detrás, una reja y la naturaleza.
Navegaba este paisaje incómodo en la carretera Libramiento Chimapa La Quebrada, cruzaba la cuesta de las cordilleras occidentales el Monte Bajo y el Monte Alto. A mi derecha se alzaban barrancos escarpados y laderas. Del otro lado de la carretera se extendía el borde urbano de la ciudad de México. En este punto de la carretera viviendas de lujo tocaban la orilla de la carretera. A mi lado se detuvo una patrulla. Me dijeron que era ilegal caminar en la carretera y que tenía que salir.
Me preocupaba que me obligaran a subirme al coche pues ya había hecho casi la totalidad del viaje a pie y así quería terminarlo. Me disculpé y me mostré muy arrepentido. Por suerte estaba cerca de una rampa de emergencia y pude escapar por un camino de terracería que me permitió internarme en el cerro. Continué por la orilla exterior de la ciudad, entre pasto seco, pimenteros, piedras y polvo. A lo lejos vi Bosque Real, las torres de departamentos altas y futuristas. La última vez que había pasado por ahí habían estado sumergidas en nubes de polvo inmensas. Me imaginé vestido en pantalones blancos y abrigo de lino azul mientras abría la ventana de mi departamento de lujo en un séptimo piso para encontrarme con una bocanada de polvo.
Cuando llegué al final de la cuesta me encontré con un hombre que llevaba lentes de sol y casco, estaba de pie en un pequeño montículo de piedras, a un lado de un camino de terracería que desembocaba en un barranco. Era un hombre de mediana edad, de estatura baja, pero fornido, con semblante inflexible y rígido, y un poco de sobrepeso. Llevaba puesta una camisa de vestir blanca, pantalones grises y zapatos industriales. En la mano sujetaba un portapapeles. Estaba erguido como un general. Un camión que llevaba un cargamento de grava levantaba una nube de polvo. Anotó algo en una hoja de papel. Parecía un oráculo. Me di cuenta de que estaba contando la grava y le pregunté en dónde desembocaba el sendero. Respondió que en un barranco de grava cercano. La periferia de la ciudad está llena de barrancos de grava que abastecen las áreas de construcción de toda la ciudad. Algunos son propiedad privada y otros son propiedad de los pueblos. De ellos sale un flujo incesante de camiones rumbo a la ciudad. Los volcanes en el extrarradio exhiben las cicatrices de esta actividad minera, quedan pocos completamente intactos que conservan las incisiones auténticas y las figuras lunares extrañas propias de los barrancos, los cuales, pese al abandono, permanecen sin vida.
El hombre miraba al frente a través de sus lentes. Me contó que el barranco era propiedad privada. Comenté que era una pena que buena parte del paisaje urbano espectacular del Valle de México se destruía y vendía por unos cuantos dólares la tonelada. Sin cambiar su expresión, estuvo de acuerdo. Así es la modernidad. El hombre parecía un playmobil sombrío e imponente. Recordé el polvo que salía del barranco y que alcanzaba los relucientes departamentos de lujo de Bosque Real.
Seguí mi camino por las montañas. En una arboleda llegué a un crucero grande cerca de la cima de un cerro. Un par de metros más adelante, el cerro desapareció. Siempre me parecía desconcertante que la vegetación diera paso a la nada de manera abrupta. Estaba frente a una cantera de diez metros de profundidad. Me invadió el vértigo, sentí que la tierra debajo se precipitaba hacia mí. Me asomé por la orilla y en la grava roja vi un camión que parecía de juguete. A lo lejos, se distinguían barras rojas y amarillas dispuestas horizontalmente en la superficie de la cantera. El cerro había desaparecido. Aunque la cantera seguía siendo un espectáculo visual, su destrucción era contundente. No quedaba nada.
Sólo aire.