Cuando empecé mi viaje procuré evitar caminar de noche porque pensaba que sería más peligroso. A estas alturas del recorrido me sentía cansado, me dolía mucho el hombro, por lo tanto no tenía modo de defenderme, y tenía ganas de volver a casa. Además, las distancias para llegar a los hoteles eran largas. Naucalpan es enorme. Anochecía más tarde, así que decidí correr el riesgo de caminar de noche para avanzar más rápido. Me sorprendió descubrir que temprano por la noche la periferia está más ajetreada que durante el día, cuando todo el mundo está trabajando en la ciudad. En la noche se reunían los matrimonios y los niños volvían de la escuela. Los caminos de terracería se llenaban de gente que salía de los camiones para llegar a sus colonias. Los puestos de comida se llenaban. El valle de concreto a las afueras de Naucalpan se volvía casi festivo. Caminando por los barrancos serpenteantes llenos de riachuelos, me sentí parte de la comunidad. La gente se saludaba sonriente y las parejas se abrazaban. Los oficinistas transitaban los caminos de terracería en tacones y camisas de vestir. Después de las diez de la noche las calles se apagaban, todos volvían a sus casas. Se suponía que esta era la parte peligrosa de la noche. Aunque me parecía inverosímil que alguien esperara en alguna esquina desierta de este laberinto de concreto con la esperanza poco probable de encontrar una víctima. Caminé por las calles desiertas. Casi no había alumbrado público. Iba deprisa, de vez en cuando algún perro me ladraba desde un techo o alguien pasaba junto a mí. Descubrí que en la oscuridad ya no era un extranjero alto y peculiar. En la oscuridad no era más que una sombra que había que evitar. Me gustaba la oscuridad. No hay que tomar fotos, no hay nadie con quién hablar, sólo percibía el golpeteo de mis pasos al subir o bajar escaleras o recorrer las calles. Incluso los perros están dentro. Y en la noche, en la periferia de la ciudad no hay tránsito, todo está en paz. Conforme la ciudad se disipaba en la oscuridad, ésta se sentía más como ella misma, como una sola cosa y no una colección de casas, caminos y gente. Casi percibía su aliento al percibir el mío mientras atravesaba la noche a trote. No había ningún hotel a la vista y sabía que no lo habría hasta alcanzar la cadena de montañas junto a la que desciende la autopista México-Naucalpan con dirección al oeste.
Me dolía el brazo y aunque le temía a la oscuridad, me entusiasmaba la sensación de moverme entre las sombras a solas en la inmensidad de la periferia. A mi derecha, la oscuridad acechante de los cerros marcaba el comienzo de las montañas. Subir y bajar por la cadena de montañas de Naucalpan era como navegar entre las olas. Por fin llegué a una escalinata escarpada que subía por la montaña junto con la autopista de Naucalpan y luego descendía a una carretera periférica. Subí cojeando, pasando a un lado de figuras imprecisas, el estrépito de los camiones se escuchaba en lo alto. Al llegar a la cima encontré un restaurante de carretera que estaba cerrando. Me indicaron que encontraría un hotel más adelante, sobre la carretera. Caminé por la orilla de la autopista a un lado de casas de concreto construidas en la ladera. La luz amarillenta de los postes de luz y los faros de los coches iluminaban el paisaje de concreto. Por fin, entre la maraña de acero de un puente peatonal vi un letrero que anunciaba el Hotel Naucalli Inn. Di vuelta a la izquierda para salir de la carretera, la entrada estaba por una calle lateral. El hotel era moderno, estaba bien iluminado, tenía cinco pisos y toques limpios y frescos. Tendría que dejar la habitación en doce horas. Subí a la habitación y recorrí un pasillo blanco anónimo. Al abrir la puerta me sorprendió encontrar detalles con líneas modernas de Mondrian. La habitación y la regadera estaban separadas por ventanas de vidrio esmerilado. La alcachofa de la regadera disparaba el agua hacia todos los ángulos imaginables. Un mueble indescriptible en forma de camello ocupaba el centro de la habitación junto a la cama king-size, espejos y bloques de colores. Al día siguiente leí en una placa de bronce en el lobby que el hotel lo había diseñado una arquitecta que había muerto a los 24 años de edad. El hotel era su monumento; en su género, uno de los mejores.