El pueblo de Nicolás Romero es el tramo más lejano de la zona noroeste de la ciudad de México. Por su ubicación entre las montañas, parece su propia ciudad. Aunque el municipio está conformado por poblados entrelazados entre arroyos, pastizales y árboles, el poblado central es uno de los pocos lugares del extrarradio en los que me sentí parte de una ciudad pequeña, no de un suburbio ni de un poblado que la ciudad había absorbido. La plaza central se utilizaba a modo de estacionamiento y estaba llena de coches. El tráfico en las calles era bullicioso. Incluso encontré un hotel en la plaza, algo raro en la periferia.
Para rematar, Villa Nicolás Romero tenía un pequeño distrito rojo alejado del centro de la ciudad al que se descendía por un callejón estrecho. Tenía tres o cuatro bares-cafés más o menos grandes dedicados a la prostitución y a la vida disoluta. En sitios más conservadores, lugares como ese se encontraban a la salida de la ciudad o todavía más lejos. Sin embargo, Villa Nicolás Romero tenía su propio distrito rojo, como Ámsterdam.
Una mañana que caminaba por el hotel del centro, encontré estos bares al adentrarme en ese callejón que descendía por el cerro sobre el cual se había erigido la ciudad. Estaban cerrados, pero me propuse volver en la noche. Salí de Nicolás Romero paseando por campos dispersos y edificios entre los cerros y los valles. La periferia de la ciudad se disolvía en un archipiélago fragmentado de edificios. Al llegar a la cima del cerro me encontré con una iglesia en cuyo patio, decorado con globos blancos y azules, se llevaba a cabo una ceremonia. Decidí regresar.
Descansé un rato en mi habitación limpia y sencilla y después salí al centro de la ciudad. Regresé al callejón oscuro, alumbrado con luces de neón. Frente a uno de los bares hablé con un cadenero, un hombre en sus cuarenta, atlético, alto, de espalda amplia, pelo negro y cara de rasgos duros y crueles. Le apodaban el Pantera. Me recordó al Chorri, de Milpa Alta, que también era muy fornido. El Pantera no era de Nicolás Romero.
Al caer la noche, al Pantera le dieron una bolsa de aserrín. Con cuidado la volcó en la banqueta de concreto frente al establecimiento hasta formar un patrón. Después sacó una botella de combustible y lo roció en el aserrín. Lo encendió. Las sombras del callejón se iluminaron con una herradura y una cruz. Dijo que la ceremonia le traía buena suerte a los clubes nocturnos, así transcurriría la noche sin problemas. Se le llamaba la ceremonia de la herradura.
Los lugares de la zona roja habían aparecido hacía poco. La zona se había urbanizado muy rápido. Había visto la misma ceremonia en Valle de Chalco, del otro lado de la ciudad. No me permitió hablar con las chicas. Entré. Estaba oscuro, el lugar estaba dispuesto con algunas mesas de madera, una barra atendida por un cantinero de mediana edad y cara larga y un espejo grande con botellas e imágenes religiosas. Entre las botellas se erigía la imagen de Jesús Malverde, santo patrono de los narcos.
Las chicas procedían de pueblos fuera de la zona como Tultitlán y otros sitios del norte de la ciudad. Les daba vergüenza prostituirse en sus comunidades. Estaban afuera, animadas bajo la noche fría y lejos de casa, abrazadas. Todavía era temprano y el lugar estaba vacío. Las cenizas negras de la herradura y la cruz estaban dispersas en el pavimento. Me recordaron a las prostitutas que había visto en la carretera de Los Reyes a Texcoco, ultrajadas y endurecidas por el tiempo y el abuso. Pensar en esa profesión permite entender los feminicidios epidémicos del Estado de México. Es de uno los grupos más vulnerables: lejos de sus comunidades, empobrecidas, a merced de las bandas guiadas por la violencia… no es difícil adivinar cómo terminaban muertas.
El Pantera estaba un poco impaciente, ya quería que comenzara la noche. No parecía el lugar en donde uno puede hacer muchas preguntas. Había visto suficiente. Era hora de irme. Ascendí por el cerro y pasé frente a los otros bares, poco a poco se comenzaban a llenar. Los merolicos de las puertas me invitaban a entrar. Salí del callejón a las tiendas del centro.
Con los coches en la plaza, el hotel y la zona roja, Villa Nicolás parecía una ciudad próspera. Había crecido tan rápido que no había lugar para estacionar los coches. La química social también había cambiado. Las tiendas y los pobladores ya no sabían quiénes eran. Villa Nicolás había dejado de ser ella misma.
Y había muchos desconocidos en el pueblo. Regresé a mi cuarto.