23. Dolor y peligro: al sur de la Sierra de Guadalupe


Desde Cerro Gordo vi un triángulo gris de casas en las cuestas más altas de la Sierra de Guadalupe. Era la colonia La Presa, en Ecatepec. Al atravesar las montañas me habían advertido varias veces que debía tener cuidado al llegar a esa colonia porque era muy peligrosa. Era común durante la caminata que la gente me advirtiera que algunas colonias eran peligrosas, muchas veces no era cierto. En el caso de La Presa la gente había insistido mucho así que, una vez más, tuve miedo.
Subí por una escalinata larga a un costado del cerro, rodeada de casas grises construidas por sus habitantes. Llegué a un camino de terracería que se internaba en la colonia. Las casas de ladrillo por las que iba pasando parecían estar abandonadas, de sus techos sobresalían barras de acero, resortes de camas y colchones. Seguía cojeando y no podía levantar el brazo derecho por encima del hombro. Parecía que la Santa Muerte seguía acechándome por haber tomado esa foto. Decidí no ser supersticioso y con resolución fatalista caminé por la cresta de la montaña con rumbo al triángulo gris en lo alto de la cuesta.
Al dar la vuelta a la derecha para entrar a la colonia, a lo alto vi La Presa en toda su extensión: casas de dos o tres pisos habitadas. Debajo de mí se veían el Lago de Texcoco, Cerro Gordo y una cordillera detrás. Caminé junto a una escuela en la que los niños le rendían honores a la bandera en una cancha de asfalto de basquetbol que parecía flotar en el aire por encima del valle. Las tiendas estaban selladas o bien tenían las cortinas de metal a medio abrir.
Me encontré en el borde opuesto de la colonia y lo seguí camino arriba para alcanzar el punto del triángulo. Durante el ascenso vi a un hombre sentado en la banqueta inhalando pegamento, llevaba lentes de sol y una gorra de piel negra. Lo dejé atrás. Un niño me vio, hizo un gesto a la distancia y silbó. Escuché silbidos de respuesta en los callejones y escaleras que cubrían el cerro.
Continué mi ascenso cojeando y tomando fotos. Alcancé la cima al final de una calle extensa y empinada. Hice una breve pausa y seguí caminando hacia el otro lado. En el que había sido un camino de asfalto ahora crecían arbustos entre las grietas. No había banqueta, en su lugar había dos escaleras laterales. Seguí caminando, a la distancia vi que la gente me señalaba. Me apresuré para bajar al fondo de la cuesta y me acerqué a la avenida principal, donde había coches y tiendas, aunque tuvieran las cortinas de metal a medio abrir. Me sentí negligente por estar en la que se suponía era la colonia más peligrosa de Sierra de Guadalupe y no hablar con nadie. Vi una peluquería arriba a mi izquierda y decidí cortarme el pelo.


Una mujer joven y pequeña que llevaba el pelo teñido de rojo estaba dentro con un bebé. Le expliqué que quería un corte de pelo y me senté en una silla frente a un espejo. Le conté que estaba en un viaje y le pregunté por la colonia. Me contó que las cosas estaban muy mal. La gente de las colonias pobres en torno a San Juanico habían sido reubicadas ahí tras la explosión de la refinería en 1984. Ahora la colonia se dedicaba al crimen y ya nadie estaba a salvo. Secuestraban a los niños ahí mismo y la policía sólo entraba en grupos de veinte o más. Los narcotraficantes acudían de otras partes de la ciudad para comprar a mayoristas. Concluyó que había tenido mucha suerte de haber llegado tan lejos, con suerte podría salir de ahí.
Me despedí de ella y salí a la calle con mi nuevo corte. Caminé por la avenida y fui dejando atrás el barrio hasta adentrarme en el pueblo de San Andrés, ubicado en un valle escarpado y largo en el centro del macizo de Sierra de Guadalupe. Seguí los caminos de terracería enfilados por pimenteros. Parecía haber escapado del peligro. Volví a Santa Clara para encontrar un hotel, para mi disgusto terminé de nuevo en el Cerro Gordo Plaza Inn, había cruzado la frontera de ida y vuelta.
Antes de entrar al hotel me comí un filete de buen tamaño en un restaurante de carretera de lujo. Contemplé las aguas elegantes y sentí el polvo de Sierra de Guadalupe pegado al cuello. Me liberé de la ansiedad y comencé a relajarme con una cerveza. Regresé a la entrada familiar del hotel en la cantera de Cerro Gordo.