22. Arte y vida: Ecatepec


La segunda mañana en el Cerro Gordo Plaza Inn regresé al McDonald’s para desayunar hot-cakes de nuevo. Entregué el cuarto y caminé a un lado del tráfico bullicioso hacia la Colección Jumex, la colección de arte contemporáneo más grande de Latino América que se exhibe en una galería dentro de una fábrica de jugos. Llegué a la puerta de acero de la planta, detrás de mí escuchaba el estruendo de los camiones que circulaban por la avenida. Le entregué mi pasaporte al guardia para identificarme y me dejó entrar.
Caminé por el asfalto y el concreto entre las bodegas y plantas de producción hasta alcanzar un letrero que leía “El amor lo es todo” en las franjas de un arcoíris. Se abrió una puerta de cristal corrediza debajo del letrero y entré. Me recibió un hombre joven sentado ante el escritorio de recepción. Le expliqué que estaba caminando por los márgenes de la ciudad como parte de un proyecto personal. Respondió que a ellos también les interesaba la periferia.
Me contó que una vez, uno de los camioneros de la planta se había ofrecido a cerrar el Periférico, una vía fundamental en México, estacionando su camión por todo lo ancho, sólo para ver qué sucedería. El chófer se había mostrado muy entusiasta. También me contó que organizaban y participaban en muchas derivas, un término dadaísta que describe una práctica artística que consiste en deambular sin rumbo fijo. Me pregunté si realizaba una deriva o una obra de arte conceptual. Lo dudé.
El curador, un francés que rayaba en los cincuenta, refinado, seguro de sí mismo, esbelto y de pelo cano y corto pasó por la recepción; al escucharme se ofreció a darme un recorrido por la exposición. Acepté y lo seguí por la galería vacía. Primero entramos a una habitación oscura con un video en blanco y negro de dos boxeadores. Me llevó a un espacio amplio en donde colgaba una bata de baño grande suspendida en el aire. Detalló que había montado ese espacio para jugar con el contraste entre grande y pequeño. Contrastó la bata de baño enorme con unos dibujos pequeños en la pared opuesta. La obra le recordaba a cómo nos sentimos de niños al ver a nuestros padres en bata. La numerosa serie de dibujos miniatura en la pared era de Francis Alÿs y éstos sugerían una perspectiva opuesta pues nos hacía observar objetos muy pequeños.
Salimos del vasto espacio de exposición blanco. Lo noté desanimado y aburrido. Me contó que aunque era un trabajo cómodo, en ocasiones sentía que no eran más que un símbolo de estatus para la élite burguesa. Lo acompañé a su área de trabajo para despedirme y encontré una vasta biblioteca de libros de arte. Me preguntó por mi ruta. Señalé la Sierra de Guadalupe por la ventana. Respondió que por cuestiones de seguridad, le habían aconsejado nunca ir por ahí. Me despedí.
En aquella tarde soleada me encontré de nuevo en Avenida Morelos rumbo al pueblo de San Cristóbal, en Ecatepec. Al llegar al centro del municipio, sumamente desarrollado, y luego de indagar, di con un estudio de tatuajes. Subí por unas escaleras que desembocaban en un taller pequeño dentro de un edificio comercial anodino. Al entrar a la tienda me recibió un hombre joven con la cabeza rapada. Era el tatuador, un chicano de California al que habían deportado. Según él, Ecatepec no estaba mal, pero no ganaba lo mismo que en Estados Unidos, a donde esperaba volver.
Me explicó el proceso de su oficio. Lo más importante era que las agujas debían estar esterilizadas y las tintas debían ser vegetales. Los clientes solían llegar con ideas. Si no, les mostraba ejemplos en un fólder que contenía dibujos. Muchos elegían diseños estadounidenses con colores que no son adecuados para el color de piel de muchos mexicanos. El tatuador es como un confesor o psicólogo. Los clientes tienen que explicarle qué diseño quieren y por qué.


Un tatuaje de un hada alada o una flor significaba la libertad de una mujer, ya que las flores simbolizan la libertad espiritual, algo poco conocido en México, según el tatuador. Un payaso significaba libertad para drogarse y vivir como se quiere, más allá del bien y del mal; la combinación de una cara de payaso triste y sonriente reafirmaba que tanto en los momentos buenos como en los malos, uno siempre es un payaso. No era precisamente el superhumano nietzscheano sino un superpayaso, la versión callejera de una filosofía que no está atada a la moral.
A revolucionarios como Pancho Villa y Francisco Zapata se les elegía por su fuerza y lealtad, lo mismo que tigres, leones y lobos, todos ellos protectores de sus cachorros. A veces tenía clientes con aspecto mafioso que pedían tatuajes de la Parca, un modo de decir que no le temían a la muerte porque quizá ya estaban muertos. A modo de protección también podían pedir a la Virgen de Guadalupe rezando.
Decidí que como recuerdo del viaje tenía que hacerme un tatuaje. Algo feroz y pandillero, quizá la calavera de una payasa con letras góticas que marcaran las coordenadas de mi punto de partida. Salí del estudio ya entrada la tarde y caminé al hotel.
Nunca me hice el tatuaje.