Aquella mañana seguí ascendiendo por la carretera de un poblado con dirección a Santa Catarina, al día siguiente se celebraría a Santa Cecilia, santa patrona de la música. No quería perderme la celebración, sobre todo porque me desvié de mi ruta para llegar hasta ahí.
El este de la ciudad está delimitado por tres grandes volcanes, aunque sólo dos de ellos reciben toda la atención, el Iztaccihuatl y el Popocatépetl. El tercero que se vislumbra desde Texcoco se denomina Tlaloc, es más pequeño y menos espectacular que sus hermanos míticos, parece más bien una montaña redondeada. Sin embargo, es un volcán de buen tamaño, sus cuestas están pobladas de robles y pinos, pastizales y campos de maíz. Por sus desfiladeros pedregosos corren arroyos y en sus faldas se alza un grupo de cerros. El tlatoani de Texcoco, Nezahualcóyotl, eligió esos cerros para erigir su palacio, compuesto por aviarios, acueductos y bibliotecas.
Las nubes sobrevolaban la cima del volcán, la cual aloja un observatorio prehispánico. Santa Catarina es uno de los tres pueblos debajo de la cima del volcán habitado por hablantes de náhuatl, la lengua de Nezahualcóyotl. Para los astrónomos prehispánicos las cimas de las montañas de la cuenca de Anáhuac eran puntos de medición. Las pirámides se construyeron para que en días importantes como el solsticio de invierno, el sol saliera exactamente en la cima de determinado volcán. En estos días, el 21 de diciembre se sigue viendo el amanecer desde el centro ceremonial de Cerro del Judío, en la delegación Magdalena Contreras. El Templo Mayor, en pleno centro de Tenochtitlan, debía alinearse con las montañas. Tras la Conquista, las ruinas de sus templos seguían determinando la dirección de las calles en el Centro Histórico. De modo que el calendario azteca sigue grabado en el centro de la ciudad.
Ascendí por la carretera sinuosa construida entre árboles y agua que bajaba de la montaña. Al llegar a la meseta que ocupan los tres pueblos nahuas de Tlaloc, salí de la carretera para internarme en un valle. Un letrero al otro lado de la cuesta anunciaba “alberca: veinte pesos”. No había reja y el camino de terracería continuaba en el lote que ocupaba ese balneario dentro de la montaña. Una mujer de mediana edad y su hijo amontonaban hojas en el pasto a un lado de la alberca. Preguntó si quería pagar la entrada. Le respondí que como no quería entrar a la alberca, no veía por qué debía pagar veinte pesos para cruzar al otro lado del pasto. Respondió que regresara. Le dije que necesitaba cruzar el pasto, no regresaría por el mismo camino. Me pidió que me fuera si no quería que me dieran una golpiza. Si la gente de pueblos vecinos se enfrentaba, ¿qué creía que me podía pasar a mí, un fuereño, si los líderes de la montaña me encontraban deambulando por los campos?
Me di la vuelta, me despedí y seguí mi camino. Regresé a la carretera, la cual desembocaba en el pueblo de Santa Catarina. De algunas de las casas en el campo salía el sonido de instrumentos musicales. Había poca actividad en el pueblo. Los locales estaban cerrados o cerrando. Cayó la noche. Pregunté si había un hotel en el pueblo. No había. Entré a una pequeña comisaría en el ayuntamiento para preguntar en dónde podía pasar la noche. Me dijeron que 10 kilómetros montaña abajo había un hotel con cabañas, podía llegar en camión. Les expliqué que era imposible porque tenía que caminar durante todo mi viaje. Necesitaba encontrar hospedaje dentro del pueblo. La policía al mando, una mujer joven, de estatura baja, robusta y con carácter, discutió con los dos policías que la acompañaban. Había un edificio a las orillas del pueblo, pero como había un hombre que vivía por esa zona y podía asaltarme, lo descartaron. Al fin decidieron preguntarle al delegado e hicieron una llamada.
Un hombre en la cincuentena, con pelo corto, delgado y fibroso, vestido con un abrigo de lana azul, entró a la comisaría. Era fumador compulsivo. Les indicó que la situación estaba bajo control pese a la amenaza de riñas durante los días festivos. La sargento joven y regordeta le explicó mi dilema: al parecer estaba cumpliendo una manda y debía permanecer en el pueblo. Le expliqué mi proyecto al delegado, era imposible caminar hasta el hotel y regresar al pueblo a tiempo para escuchar a las bandas tocar “Las Mañanitas” para Santa Cecilia frente a la iglesia al amanecer.
Le pregunté sobre el pueblo. Me contó que todos eran músicos o floristas. Ahí se preparaban los arreglos florales para la residencia del entonces presidente de México, Felipe Calderón. Él había trabajado en el aeropuerto pero había vuelto al pueblo tras su jubilación. Lo eligieron delegado o alcalde del pueblo según la costumbre local.
Fuimos a comer a una casa en donde se celebraba algo. Había mesas dispuestas en donde la gente sentada en fila comía carne de cerdo con ejotes. Me ofreció alojamiento en una choza, propiedad de su esposa, cercana a la iglesia. Me despedí de los policías y lo acompañé a la choza ubicada en un lote baldío a un lado del centro del pueblo. Prendió la luz y reveló un cuarto vacío de paredes de madera, una cama con cabecera de metal y piso sin pavimentar. Le agradecí y entré. El delegado se marchó. Me quité los zapatos y me fui a dormir en la cama a un lado de un altar para los muertos preparado con plátanos, cerveza y una imagen de la Virgen de Guadalupe.
Todavía no amanecía cuando me despertó el cacareo de los gallos. Me vestí y salí deprisa, seguí el camino torcido entre las casas hasta llegar a la iglesia. El patio estaba oscuro y vacío. Dentro de poco llegó un hombre joven vestido con un abrigo grueso de plumón y cargando una trompeta en su estuche; despedía vaho por la boca debido al aire frío de la mañana. Me dijo que había llegado temprano, pero que los demás músicos llegarían pronto. Y así fue. Entraron al patio uno por uno o en grupos, cargaban trombones, tubas, contrabajos, violines, flautas, clarinetes, saxofones y tambores. En algunos grupos convivían tres generaciones. Los músicos se acomodaron en secciones por su propia cuenta, sin necesidad de un líder: instrumentos de viento, bajo, cuerdas, percusión. Parecía que llevaban haciendo eso toda su vida, se saludaban y recordaban las aventuras del año mientras se frotaban las manos por el frío. Cuando se reunieron 25 músicos, las puertas de la iglesia se abrieron y revelaron una estatua de Santa Cecilia tocando el arpa. Amaneció y comenzaron a tocar un versión sinfónica de la canción cumpleañera mexicana, “Las Mañanitas”. Se fueron incorporando más y más músicos a la melodía sin salir de ritmo. El sol se posó sobre los músicos en el patio de aquella iglesia pequeñita. El concierto terminó al cabo de una hora. El líder de una de las muchas bandas que producía Santa Catarina me invitó a desayunar.
Las metáforas mexicas para representar el sentido de la vida, hermoso y fugaz, son las flores y la música. Aunque el pueblo vivía de ambas y hablaba nahua, me contaron que dichas tradiciones eran incipientes, se habían desarrollado en las tres décadas pasadas. Del pueblo salían directores y estudiantes de conservatorio. Tocaban a Strauss y formaban su propia orquesta filarmónica de cien integrantes cuando todos los músicos del pueblo estaban en casa. De algún modo habían cerrado el círculo.
Me despedí de los músicos y descendí del volcán. Las tonadas envolventes de escalas, cuerdas, riffs y arpegios me acompañaron. La ciudad se extendía a mis pies. Era hora de volver.