Entrada la tarde caminé entre los sauces y pastizales a la orilla de Texcoco. En una intersección frente a mí, vislumbré una silueta alargada a caballo. Al acercarme, pude distinguir mejor su cara: delgada, bronceada y con bigote. Llevaba un sombrero de paja y vestía de mezclilla. Detenido en aquella intersección en la zona limítrofe de la megalópolis parecía una figura peculiar, incluso un anacronismo o tal vez un fantasma.
Me cautivó la presencia de una persona a caballo en ese terreno tan pequeño. El jinete esperaba mientras el caballo pastaba. Hablaba despacio y con mucha educación. Su nombre era Cornelio Cruces. Confesó que en la ciudad era difícil andar a caballo pues los autos asustan a los animales y el asfalto les desgasta los cascos. Su padre había sido un afamado bandido local, un personaje carismático que había tenido muchas amantes y 18 hijos. Cornelio se parecía poco a su padre, salvo por su habilidad con los caballos. Era taciturno y prefería a los animales frente a las personas. Era entrenador y jockey, se dedicaba a las carreras de caballos en ferias locales y era bueno en ello.
Pese a que las carreras de caballos pueden dejar mucho dinero, él era pobre. No era dueño de sus propios animales, cuidaba los caballos de hombres adinerados. Las carreras en las ferias de pueblo no suponían mucho dinero. Sin embargo, había rechazado ofertas para entrenar caballos en otros estados e incluso en Estados Unidos. Afirmaba que en estos días era un negocio peligroso. Se apostaban grandes sumas de dinero y muchos criminales estaban metidos en ese mundo. Prefería llevar una vida sencilla en Tizoyuca frente a la emoción y los peligros de las carreras profesionales en hipódromos más grandes. Sobre Estados Unidos decía que en general, el mundo le asustaba, así que prefería no ir.
Un par de personas pasaron a bordo de la cajuela de una camioneta pick-up y le gritaron “¡Corneta!”, a modo de burla. Les respondió con albures y luego se disculpó conmigo por las palabrotas. Se quitó el sombrero y se despidió con una bendición. El caballo se retiró a medio galope con dirección a la ciudad.
Seguí por los prados y las calles de la última frontera de la ciudad, después atravesé el campo hacia el este para visitar a los músicos de Santa Catarina del Monte en lo que en ese momento creí que sería una desviación breve. Al salir de la ciudad, el tiempo parece desvanecerse o por lo menos transcurrir a otro ritmo. Hace cuatrocientos años habría conocido a Cornelio Cruces y quizá hubiéramos sostenido la misma conversación.
Después de 23 días de caminar constantemente, el ritmo de mis pasos y mi respiración se convirtió en la medida de mi percepción. El campo era hermoso y exuberante. Dejé atrás hornos de ladrillo antiguos y pesebres de vacas. Creemos que el campo es menos individualista que la ciudad, lo cierto es que en el campo la personalidad de la gente es más marcada. Hay algo en el paso lento del tiempo y la escasez de la presencia humana que saca a relucir la esencia de una persona.
Era cada vez más consciente de que el campo no desparecía cuando la ciudad se extendía sobre él. Los consejos de los pueblos tienen sus oficinas. Dentro de la ciudad se encuentran praderas. Y en el asfalto cabalga Cornelio Cruces, domador de caballos.