Al norte de Ecatepec hay una espiral enorme que parece una obra de arte paisajista. Se compone por una zanja que contiene cuencos de agua entre sus espirales. Alguna vez fue una planta de producción de sodio en la antigua ribera del lago de Texcoco. El agua se evaporaba, se abrían canales y quedaban cubiertos de sodio. La espiral de la zanja mide cientos de metros en su diámetro más amplio.
De pie en la cumbre de un antiguo vertedero contemplé esta marca extraordinaria en el paisaje, el tatuaje de la ciudad. Bajé como pude por la cuesta del vertedero, atrapado entre un complejo residencial, la espiral y un centro comercial. Llegué al pie del vertedero y seguí por la orilla pantanosa del lago de Texcoco.
Montones de casas construidas por sus habitantes se encontraban dispersas en la superficie pantanosa del lago, a menudo las separaban terrenos amplios y vacíos. Los mosquitos eran una plaga constante. A veces identificaba manchas blancas en el lodo seco, lo cual certificaba la presencia de minerales en el suelo. Por el lago de Texcoco alguna vez había corrido agua salada. Y la muestra se encuentra en el norte de la ciudad.
Me detuve para tomar algo en una tienda cuyo mostrador estaba cubierto por una malla de alambre. El joven que la atendía me contó que llevaba viviendo cinco años en la zona. Era tranquila. Se había criado en el extrarradio de la ciudad, cerca de Ciudad Azteca. Esa zona se había urbanizado por completo y ahora se había mudado con su familia al actual margen de la ciudad. Quizá cuando sus hijos crecieran también construirían sus casas en los futuros límites de la ciudad.
Seguí mi camino por las sendas de terracería que dividían las casas de ladrillo gris. Me encontré con dos hombres mayores, uno de los cuales caminaba con una bicicleta por un lado y herramientas por el otro. Hablé con el maestro albañil. Le pregunté cómo se había urbanizado esta zona. La historia me resultó familiar. Se había expropiado la tierra a campesinos y un intermediario, socio de políticos locales, la había vendido. El maestro me contó que llevaba treinta años viviendo ahí.
Recordaba los días en que gansos y patos aterrizaban en la ribera del río. Me explicó como solían cazarlos. Los habitantes locales rociaban maíz en los campos. Después llenaban un tubo de metal con clavos viejos y pedacería de metal. A esta mezcla le añadían pólvora. Cuando descendía una parvada de gansos, prendían la pólvora y la detonación indiscriminada dejaba cientos de cadáveres de gansos en los campos: un festín. Las aves ya no pasaban por ahí. En ocasiones se dice que la ciudad de México no tiene gastronomía propia. Quizá se solía comer los patos, gansos y peces de los lagos y la cocina local despareció como consecuencia de la erradicación de los ingredientes.
La parte más costosa de las casas es el acero para reforzar el concreto. Le pregunté al maestro si las casas resistirían los temblores. Aseguró que precisamente por eso tenían que construirse pilares por cada dos metros de pared. Tomé nota de los distintos factores implícitos en la construcción de una casa.
Una casa se convierte en casa cuando tiene electricidad, un tanque de agua y fosa séptica. Con estos elementos en orden, no importa cómo sea por dentro: el agua correrá, los inodoros descargarán y la televisión se mantendrá encendida. El hecho de que no haya drenaje ni agua corriente no interviene con la cotidianidad dentro de la casa. Es necesario comprar agua de pipas para llenar los tanques cilíndricos de plástico negro que se colocan en los techos y cada diez años, vaciar la fosa séptica. La conexión con la infraestructura acuífera de la ciudad no es importante.
Por otra parte, transportar el agua en camiones es sumamente ineficiente y costoso. El punto del agua es que fluya colina abajo por su propia cuenta. Por esta razón, en palabras del maestro, una casa bien construida es elevada no para evitar las inundaciones sino para que el agua del desagüe pueda fluir a la calle. Las personas aprenden a construir sus propias casas y después pueden trabajar en la albañilería. Así se perpetúa el proceso. La ciudad se va consolidando poco a poco, el valor de las propiedades aumenta y los servicios llegan. La ciudad de México crece muro por muro y casa por casa. Y todos son maestros albañiles.
Seguí caminando por el trazado desarticulado que atravesaba casas grises a medio construir, avenidas sin pavimentar y lotes baldíos. El aspecto desnudo y sin pintar de la colonia retrataba un sitio que había surgido bajo este método tradicional e infalible. Las torres de agua se erigían por encima de las casas como invasores alienígenas.
A medida que el sol se iba poniendo en el oeste, salí de aquella gran ciudad que avanzaba en espiral hacia su propia materialización y me adentré en los pastizales y sauces de Atenco. Me dirigía al campo, a Santa Catarina del Monte, hogar de músicos, para las fiestas de Santa Cecilia.